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Nuestro pan de cada día. Por Álvaro Vogel

Con el fin del clima cálido y los últimos ecos del verano, los aires patrimoniales están más presentes que nunca, pues se celebrará la conmemoración del “Día del Patrimonio Cultural."

Reflexionaremos mediante esta breve crónica acerca de un rito diario primordial: “La humilde pero rica hogaza de pan presente en las mesas del país." El PAN es, tal vez, la mejor síntesis de una larga tradición cultural-culinaria que unifica a ricos y pobres por igual, sobre todo cuando el aroma del trigo recién horneado nos transporta hacia los más diversos recuerdos del pasado.

Una de las mayores revoluciones de la humanidad fue, sin lugar a dudas, “El dominio de la agricultura." Este hito permitió en tiempos anteriores formar ciudades, sociedades, problemas en los estamentos sociales, políticos, creencias y un largo etcétera. Pero nos dio también la posibilidad de alterar genéticamente por primera vez las semillas de los distintos cereales que son los cimientos alimenticios. Hay una discusión en torno a los granos: ¿Se cocieron o se procesaron? ¿Qué fue primero? No obstante, el proceso de fabricación del pan es tan ancestral como simultánea respecto al origen de la vida sedentaria. En América, el pan precolombino, al no contar aún con los campos de espigas, se elaboró sobre la base del maíz, papas, yuca y mandioca entre otros ingredientes originales. A modo de ejemplo, los Incas procesaban la papa exponiéndola al frío y al calor del sol hasta lograr el “Chuño” que era empleado para la fabricación de Galletas. Los Aztecas hacían un pan fino de maíz.

En América Central, el pan de YUCA, si no era bien procesado, produce un efecto venenoso, pues tiene una serie de toxinas que conduce al deceso de aquellos que lo consumían sin extraer el jugo amargo de este fruto. Este pan de la muerte registra más de un caso de suicidios colectivos—algunos grupos de Tainos—quienes lo cocinaron a propósito para así evitar la hecatombe de la conquista española. Aunque los suicidios fueron casos aislados, la mayoría de los Tainos fueron brutalmente borrados del mapa por un sincretismo cultural sin precedentes. El caso más emblemático fue registrado por el investigador Frank Moya Pons, quien señaló que al momento de la conquista había unos 600.000 Tainos, “El impacto de la conquista con todos los elementos mencionados redujo este número a 26 mil 334 taínos para 1514, o sea, en apenas veinte años más del 90% de la población taína había dejado de existir” (Rosati 1996)

En Chile, los distintos pueblos precolombinos elaboraban sus panes de distintas formas, aunque en común tenían que no le agregaban elementos grasos. Si bien los mapuches eran excelentes cocineros con los rescoldos, las tortillas vienen del norte de Argentina, debido a la globalización de aquellos años, los araucanos las incorporaron con facilidad. Con la introducción del ganado, la grasa animal se fue añadiendo al pan durante la colonia hasta llegar a ser una hogaza más dura y tosca. Por ende, fue la tortilla de rescoldo fue la que tuvo mayor aceptación. El gran drama al comienzo de la colonia fue como moler el maíz. Este grano experimentó una incorporación rapidísima desde que los españoles bajaron de sus carabelas con alimentos que nadie conocía.

Los primeros dos molinos de Chile se levantaron en Santiago – el centralismo nunca ha estado ausente – fueron construidos a cuadras de distancias. Rodrigo de Araya pidió permiso en 1548 (a 7 años de la fundación) para levantar esta aceña al borde del río Mapocho costado sur, casi al frente del cerro Santa Lucía. (aunque se demoró 4 años en hacerlo funcionar), Araya, quien además era dueño de bastas tierras –El Salto y Recoleta- no tuvo problemas en conseguir la autorización, puesto que era el corregidor del cabildo, o sea, tal como hoy, fue un conflicto de intereses creados y realizó la petición sin presentar vergüenza alguna. Tales conductas siguen siendo frecuentes y aún no se logran erradicar en nuestro país. El carpintero talagantino Bartolomé Flores pidió el permiso para el segundo molino y, a diferencia de Araya, él lo tenía construido. Lo instaló en el otro brazo del Mapocho, hacia el final de la calle Merced. En definitiva, Santiago contó con dos molinos para triturar el grano que ya se había adaptado muy bien en el fértil valle de Santiago. Por cierto, los molinos se caían una y otra vez y ninguno logró sobrevivir al terremoto Magno de 1647.

De cualquier modo, el pan, ya era parte de la dieta alimenticia colonial. Con el devenir de los años, el trabajo esclavista encubierto de la “Encomienda Indiana”, diezmo a la población autóctona, esto produce un cambio en el campo chileno, dando origen a un nuevo sistema de propiedades, “La Hacienda” donde sus trabajadores, los inquilinos y peones serán la piedra angular de las faenas campesinas. Si tomamos a un inquilino del siglo XVII y lo comparamos con uno anterior a la reforma agraria de pleno siglo XX, casi no existen diferencias; en algunos aspectos, el país no evolucionó. En las haciendas donde las remuneraciones en metálico estaban prácticamente ausentes, existía la usanza de que, una vez al día, el dueño les daba un pan o una galleta a sus trabajadores. Esta tímida tradición del sector central se fue masificando hasta ser un reglamento implícito masivo, es decir, un pan al día dentro del pago.

Este pan, inicialmente de azúcar, duró (con modificaciones en sus recetas según las zonas del país) unos 400 años y era entregado sagradamente a los trabajadores. Por ejemplo, en la hacienda “El Ingenio” cuya propietaria fue la Quintrala, se entregaba una galleta grande y a veces dos. El preciado alimento era de caña de azúcar, en ese momento era la única de estas plantaciones de caña en Chile central. Con el avance de la historia, el pan, fue cambiando en ingredientes, se le añadía manteca grasa animal con el fin de que por dentro la masa se mantuviera fresca para que alargara su duración en días e incluso semanas. Con este cambio el pan quedó más duro y no tenía ninguna posibilidad de competir con una buena tortilla de rescoldo.

El periodista, político e intelectual chileno Tancredo Pinochet Le Blum, se vistió con andrajos y estuvo un año recorriendo haciendas para hacer un reportaje. Se quedó nada menos que en la hacienda del presidente de la época y luego público su famosa obra protesta “Inquilinos en la hacienda de su excelencia” dedicado al ex Presidente Juan Luis Sanfuentes, quien poseía extensas tierras. En su laureado libro expone la durísima vida de los inquilinos, dejando entrever el rigor de los malos tratos, poniendo en evidencia al mismísimo Jefe de la república. En uno de sus diálogos con el mayordomo de la hacienda, al consultar sobre el pago, señala: dos galletas, una en la mañana y otra en la tarde. Cito textual un párrafo muy esclarecedor: “… No, dijo la mujer. Les ha dado todo lo que por casualidad había. A esta hora no se come pan. …El pan de vuestra hacienda no era bueno, Excelencia. Era hecho todo de harina de maíz. Pero nosotros lo hallábamos bueno…el hambre es el mejor condimento de las comidas…” (Tancredo Pinochet 1916).

La primera panadería con ventas al público la encontramos en Valparaíso en una parcela llamada la “Chacarilla”, sus principales clientes eran los mareados navegantes que bajaban de los barcos. Este emprendimiento fue administrado en 1648 por Mariana Deza. Luego se comenzaron a levantar más panaderías, pues a esas alturas el pan se consumía los 365 días del año. Con todo, el pan era insípido y pesado, ya que contenía una cantidad de grasa impresionante. La solución llegará a fines de la colonia y con los albores de la independencia y fue nada más y nada menos que la reina por excelencia que no tiene rivales hasta hoy, “La Marraqueta”. Antes de esta innovación culinaria las mejores panaderías estaban al interior de los conventos.

La marraqueta comenzó a adquirir popularidad por ser un pan suave y barato con pocos ingredientes: agua, harina, sal y levadura. Con esto, las grasas van quedando en el matadero para otros usos. Aunque no podemos dar una fecha exacta, la Marraqueta llegó para quedarse en el corazón de todos. En 1991, luego del único triunfo internacional trascendental a nivel de clubes, Lizardo Garrido, uno de los mejores futbolistas del club Colo – Colo, señaló luego de obtener la copa libertadores de América: " Mañana la marraqueta será más grande” en alusión al feroz desayuno que alegremente tendrían los chilenos. Sin embargo, el dicho exacto de la marraqueta viene de muchos antes, por el reconocido y eximio jugador “Zorro Álamos” de la universidad de Chile, quien en 1973 se acuñó el dicho “cuando Colo - Colo gana el té es más rico y la marraqueta más crujiente”. Aunque fue un jugador del eterno rival , en aquel año el prestaba servicios para el equipo Albo, de todas formas, fue un pensamiento genuino en una época donde cualquier triunfo alegraba el alma.

En la aurora del siglo XX, el expresidente Barros Luco era un cliente frecuente de la confitería Torres. Siempre pedía un pan con queso y carne. Llegó a ser el popular “Barros Luco”. El ex ministro Ernesto “Barros Jarpa”, combinaba el queso con jamón derretido sobre un exquisito pan. Antaño los sándwiches de potito fueron toda una religión, cuando ir al estadio no constituía un riesgo y era una fiesta familiar. Su consumo era una pausa para los fanáticos, ya sea para celebrar o para pasar las penas. Eso sí, estos intestinos fritos de vacuno o cerdo en un rico pan amasado tienen su origen en los viajes de ferrocarriles entre Santiago y Valparaíso, donde los comensales debían comprar de forma rápida entre estación y estación. Además, en el hipódromo, circos y ferias estas maravillas nunca faltaban. En décadas anteriores, cuando no existía la Jornada Escolar Completa, la colación ideal era medio pan con mantequilla –las colaciones actuales son más procesadas—. Con la implementación de la eterna jornada escolar, la Junaeb, comienza a entregar el clásico “Galleton” que más de un dolor de muelas dejó en el alumnado nacional. Pese a todo, más cantidad de horas no ha mejorado la calidad de educación y aún estamos lejos de los estándares internacionales, al parecer debemos poner el foco en la calidad y no en la cantidad.

A falta de pan, la sopaipilla frita es un manjar, dicen los entendidos. El mejor lugar para su consumo, según los mitos de los universitarios, era un carro de fritanga a la salida de la universidad de Chile, “La tía Castrol”, donde el color del aceite ya se lo pueden imaginar; no obstante, los estudiantes eran felices con tal fritura luego de una ardua jornada. En síntesis, como dice el cronista Álvaro Peralta (Don Tinto), cuando comemos un buen sándwich chacarero o una rica mechada grande como se come en la vega o en Franklin, “Cuesta un poco comerlos, por lo grandes, pero al final eso es lo de menos”.

Sin duda, el pan es un elemento unificador que atraviesa todos los segmentos sociales. Está presente en mayoría de los hogares. Además, es un aporte cultural ancestral. En estos días cercanos al patrimonio destacamos, este alimento que puede integrar aún más a las familias, a los amigos y amenizar las densas reuniones. El pan, convoca un momento de saludable rito diario donde podemos dejar de lado los celulares, vernos a los ojos, escucharnos un rato y compartir cómo nuestros antepasados lo hacían en torno a una fogata.

Álvaro Vogel, historiador.

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