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Perro matapacos: el significante no-amo. Por Javier Agüero Águila

En el Seminario 17 titulado El reverso del psicoanálisis (1969-1970), Lacan escribe que el significante amo es “la manera de entender cómo algo que se extiende en el lenguaje como un reguero de pólvora es legible, es decir, que prende, hace discurso”. Y continúa: “cada uno de ellos –significantes– es capaz de adquirir la posición de significante amo”. En este sentido, cualquier significante podría llegar a ser un significante amo, incluso un perro.

Pero el perro matapacos (en adelante PM) no es un significante amo. Es más bien una suerte de imagen típicamente posmoderna que refleja nuestro delirio a la iconoclastia al tiempo que nos enrostra nuestra inoperancia frente a la exigencia de desplazarnos de la sublevación popular a un discurso político de transformación real. No fuimos capaces de codificar la potencia del imaginario octubrista en un relato densificado de cara a la oligarquía que activó su máquina restauradora el día después del Estallido.

El mediatizado perro no tiene cómo (ni puede de ninguna forma) abreviar en su artificial estética la fuerza tectónica de un alzamiento que atravesó las diferentes capas sociales fracturando por un instante nuestra historia pletórica de abusos, violaciones, corrupciones y subordinación. Es delirante: el pobre animal jamás quiso ser la imagen rampante y folclórica de una revolución, menos el significante amo de nada. Si pensamos lo contrario no es que estemos perdidos, sino liquidados.

Lo que sí es cierto, es que en torno al PM se organiza algo fabuloso –en el sentido de fábula– Por un lado, toda la fronda de la derecha lo invoca como una suerte de espíritu absoluto que perfora mentes manipulándolas y llevándolas por la abyecta ruta del crimen. El perro sería entonces una suerte de metafísica bizarra que sostiene al terrorismo, al asesinato y que, envuelto en su pañoleta verde-anarca, se recupera como la infame sustancia que le imprime sentido a la epopeya octubrista; la misma que no habrá sido más que una farsa de la historia, una ficción del tiempo y del espacio sociológicos; una falla y un simulacro reaccionario-delincuencial monitoreado por fuerzas oscuras que vieron en un perro callejero el manifiesto de todas las formas lucha.

Pero por otro lado la fábula se compone, y quizás con mayor intensidad, de una negación, de una tachadura. El presidente Boric dijo ayer “el perro aquel”. Así, el PM deviene la expresión máxima de una vergüenza, de lo innombrable y de lo que hay que exiliar de toda institucionalidad y relato “bien criado” porque remite a la protesta, a la querella y tersura octubrista que ya no se abraza más, negándose todas las veces que haya que hacerlo porque su imagen es la de un país que erró y naufragó en el equívoco del “despertar”; porque los abusos nunca fueron tales y, la verdad, lo que toca de nuevo es, curiosamente, volver a pedir perdón. Entre la canonización de la derecha como la imagen del mal y la negación de Boric que en un solo gesto se descarta y anula a Octubre, el PM se erige como un significante no-amo; y en el místico y ridículo delirio colectivo al que nos sometemos voluntariamente entronando a un animal como el símbolo de una grieta histórica sin parámetro, Octubre mismo se vuele éter y vapor melancólico sin la más mínima herencia política.

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